Los cursillos de montañismo no los recuerdo como algo lejano y nostálgico. Más bien son unas vivencias que se siguen regenerando cada primavera y cada otoño, cuando de nuevo acudimos a ellos.
Pero es verdad que han ido cambiando. Como siempre, habrá quien opinará que han mejorado cosas, y habrá quien pensará que quizás han podido empeorar.
Yo creo que simplemente han perdurado de manera natural a los cambios de nuestro club, y especialmente de la práctica del montañismo. Y lo han hecho con la vitalidad de quien tiene un pasado valioso, pero sobre todo un presente apreciable y un futuro esperanzador.
“Mis” cursillos de aquellos primeros años de la década de los ochenta del pasado siglo representaban para nosotros, los entonces cursillistas, varias cosas. Eran un salto a esa libertad que todo adolescente ansía conseguir. Era una primera forma de salir del ámbito familiar, de la supervisión y el control (quizás entonces bien diferente a la de ahora) de los padres.
Los monitores estaban ahí, por supuesto, pero salir con un gran grupo de chicos y chicas a la naturaleza, a hacer deporte, a ver nuestros paisajes, saliendo de la ciudad (pequeña pero ciudad), los viajes en autobús, la acampada…eran emociones nuevas y apasaionantes.
Yo esperaba los cursillos (porque así se llamaban entonces, y así los llamábamos todos) un mes antes de empezar. El de primavera, en cuanto llegábamos al inicio de primavera allá para marzo ya se veía venir. Pasaba San Lorenzo y ya tenía en la cabeza el inicio del curso escolar… y sobre todo el cursillo de otoño. Cuando llegaba el folleto a casa lo mirabas de manera casi absorbente. Lo primero observar la portada, a ver quien salía…menuda ilusión si salías en la foto. Enseguida a enseñarla a los amigos. Lo siguiente ver donde eran las excursiones, sobre todo la acampada, y cuantos días eran. Cuantos más mejor. Había sitios que a cada uno nos gustaban más o menos, pero siempre te gustaba de manera global el programa.
En cualquier caso lo siguiente, llegado el día, normalmente el primero que se podía, era apuntarse en el club. El altillo del casino, entrando por la avenida del parque fue muchos años nuestro lugar de referencia. Subir a las oficinas del club, en sí mismo, ya era un entrenamiento para el curso…que escaleras tan largas se nos hacían, aunque luego, con la vitalidad y el resto de amigos podías subirlas de dos en dos por llegar el primero.
Además, en aquellos años, había que ir cada viernes para apuntarse a cada excursión por separado, con lo que los viernes de cursillo, era como un punto de quedada, que convertía el club en un hervidero de chiquillería.
Nos acostumbramos a sentir la peña como algo propio, y a acudir a ella como quien va a la casa de sus abuelos, que no es la tuya, pero casi, casi. Sin saberlo establecimos un vínculo afectivo a través del local y de la actividad. Los monitores ya estaban por el club, siempre atentos y siempre vigilantes de nuestras pequeñas trastadas.
Luego eran los preparativos del sábado…el madrugón del domingo y la llegada al bus en la plaza Zaragoza, frente a la puerta del casino. Los primeros años te hacían la mochila tus padres, aunque contigo delante, pero poco a poco cada uno iba aprendiendo a hacerla…y aprovechabas para poner para comer las cosas que te gustaban. En mi caso, los domingos siempre me podía permitir algún capricho: chocolate, salchichas de Frankfurt (recién descubiertas para mi), croquetas…
La “Oscense”, empresa que siempre nos ha llevado en sus autocares a las excursiones, tenía el garaje justo al lado de la peña, también en la Avenida del parque, y a veces también salíamos de allí mismo.
Los chavales acudíamos andando, por todas las calles que llegaban a la salida del bus. Llegábamos en grupos que se iban conformando según confluían los caminos que cada uno traía desde su casa. Todos veníamos andando, y ningún padre traía a los hijos en coche (eso contando que entonces todo era “circulable”, incluso la calle del parque, que era de doble dirección. ¿Cómo serían los coches de grandes que en esa calle cabían dos a la vez?).
Entonces podíamos ser sesenta, setenta chavales, incluso más, todos menores de edad. No era concebible gente “mayor” en los cursillos de aquellos años. Quien llegaba a dieciocho o veinte años, o le planteaban ser monitor o salía de los cursillos de iniciación para hacer los de escalada, alta montaña, esquí…
Luego los viajes en autobús…casi siempre saliendo por el puente San Miguel, carretera vieja a Arguis, túnel de la Manzanera, Monrepós viejo…raro era el viaje que no pedíamos las bolsas antes de Monrepós…¡y aún quedaba la bajada por la fuente Zoila y Escusagüás!. Cuando llegabas al Guarga, si no te habías dormido, casi estabas molido.
A veces los monitores ya tenían que poner orden antes de empezar la excursión.
Recuerdo un año, con un conductor de cierto “carácter”, que aprovechando la oscuridad del túnel de la Manzanera (los túneles no estaban iluminados por dentro como ahora), aprovechamos para echar una bomba fétida en el autobús, con el consiguiente perjuicio para el pasaje en general(sí, lo admito, yo fui uno de ellos)…a la salida del túnel el autobús paró y pensé que el conductor no iba a poder ser reconducido a su estado normal ni por todos los monitores juntos. Ni que decir que nunca volvimos a hacer nada similar.
Hablando de los monitores y gente relacionada con el club…al igual que el espacio físico de “la Peña”, había personas que estaban indisolublemente unidas a la actividad. Quizás el presidente del club era quien más nos impresionaba. Por la altura, su presencia y autoridad, Julio siempre fue como “el jefe”, la máxima jurisdicción. Cuando Julio te echaba la mano por encima del hombro para preguntarte que tal iban las excursiones, si te gustaba el monte…era como si cayera el peso de la ley. Pero a la vez era una figura paternal, que te inspiraba por igual respeto y confianza.
Luego estaban los que veías por el club siempre que ibas, a todas horas: Manolo, Jesús, José, Alfonso, Antonio…y los monitores.
Mis primero recuerdos de monitores son para Isidro Herranz, Alfonso Lafarga, Adolfo, Marta, Antonio, Martín, Belinda. Y ya enseguida Carlos y “Teo”. Pronto llegaron Mariano, Chusé Donoso…y otros que vendrían, o vendríamos años sucesivos.
Todos ellos hicieron posible, y algunos admirablemente siguen haciendo, que los cursos de montaña sigan saliendo.
De las excursiones poco hay que hablar, salvo que los objetivos era muy diferentes en función de la zona y el grupo. Pero normalmente primaba más el salir al monte, andar alguna cima moderada si era posible y pasar el día entre juegos, bromas, andar…que el marcar un objetivo fijo de hacer tal cima o tal travesía. Claro, que a pocas que el grupo se dejara se podía atacar un “tresmil”, sobre todo en las acampadas, lo que era quedar ya bautizado como verdadero montañero. Haber hecho Guara y un “tresmil” ya te daba ciertos galones sobre el resto de cursillistas si ellos no lo habían hecho.
Aprendimos a admirar y querer la montaña en sí misma, no como una meta irrenunciable que había que conseguir. Nos quedó muy claro que a la montaña se iba a disfrutar con seguridad. Si había que echar todo el día para ir al pico del Águila, o San Martín de la Val d´onsera…pues se estaba todo el día. Que diferente es ahora, cuando un corredor de montaña o incluso un montañero se plantea una ascensión casi sin mochila, con lo puesto y agua, en zapatillas de “trail”…cuando nosotros, entonces, para ir al pico del Águila ya almorzabas en la fuente, llegabas arriba a mediodía y bajabas por la tarde. Desde luego, te aprendías cada rincón del camino, fuentes, prados, sombras…ahora, a veces, se pasa de puntillas sobre los sitios, sin ver muchas cosas que entonces aprendimos a admirar y disfrutar.
Y la última cosa que me viene a la cabeza eran el resto de cursillistas de entonces. Estábamos mayormente chicos, y alguna chica, que con los años fueron a más, y hoy casi hay veces que tenemos en los cursos más chicas que chicos. Había un grupo que venían de la “Resi”, acompañados de una monja (creo que se llamaba Avelina, pero no estoy seguro), también veníamos de todos los barrios de la ciudad, la mayor parte teníamos unos 12 a 15 años.
Allí todos éramos iguales, no había distinción, salvo porque en función de la edad y el nivel ibas pasando de unos monitores a otros. Había monitores más pendientes de los grupos de niños, y otros que ya cogían los adolescentes y hacían más actividad, hasta con piolet, lo que ya representaba un gran paso adelante. Coger un piolet y ponerte polainas era como tener ya el billete para atacar cimas nombradas…y seguro ese primer “tresmil” tan esperado.
Hicimos grandes amigos en los cursillos, no solo en la propia actividad, sino que de allí salieron amigos para siempre, cuadrillas, incluso futuras parejas que ahora mandan sus hijos a estos mismos cursillos.
Peña Guara y estos cursillos siguen siendo un patrimonio de la peña, de los socios y también de los habitantes de esta Huesca que tiene un club a la altura de sus montañas y paisajes.