Natalia Ferrando

6 de la mañana. Amanece un nuevo día. Mi mano no había alcanzado todavía a apagar el despertador cuando esa voz interna que todos tenemos repetía una y otra vez en mi cabeza que era muy pronto, que estaba muy oscuro y hacia mucho frio como para salir de la cama. Otras chillaban que pulsase el botón de repetir alarma y me volviese a dormir. Quien me hubiese dicho que diez años después la historia habría cambiado.

Ese domingo era diferente, debía madrugar y coger el autobús, que me llevaría a Arguis, para allí emprender la marcha hacia el Gratal, o mejor dicho el gran Gratal, nunca había andado tanto ni tan deprisa, solo una duda rondaba mi cabeza; ¿Para qué subir si luego hay que bajar? No lo comprendía… Volvían a mi esos momentos en los que decidí apuntarme a andar con gente totalmente desconocida.

¿Y por qué no? Será divertido.

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Así comienza mi vida montañera. Mis padres, a los que atribuyo gran parte de que yo haya logrado disfrutar de la montaña, oyeron hablar del cursillo y como cualquiera más, me sume a la rueda que Salas ha descrito. No conocía a casi nadie, pero por aquel momento no me imaginaba que esa gente que tenía la extraña afición de andar los fines de semana llegarían a ser mis mejores amigos.

Yo también he tenido a papa Isi y a Salas como monitores, y aunque no os lo creáis protestaba tanto o más como los demás. A mí tampoco me importaba la excursión y mucho menos a donde fuésemos, lo único que quería hacer era jugar y jugar en todos los prados que pillábamos. Sin embargo, poco a poco las excursiones iban aumentando de volumen, el Gratal ya se quedaba a mis pies rendido, y el terreno también cambiaba, se tintaba de blanco cuando llegaba el invierno y para el cursillo de primavera todavía quedaba algo de nieve,  que suponía coger el piolet y revolcarnos por ella. Lo que al  principio pensaba que era un juego, se convirtió en algo crucial a la hora de andar por terrenos delicados ya que una caída por nieve solo se logra frenar con una perfecta autodetención, así que gracias a mis monitores por hacerme aprender jugando algo que supone la diferencia entre un buen golpe y una tontería de tropiezo.

Yo también he ido con Julio y Mariano y confieso que más de una vez me he dejado los guantes, las gafas de sol, el gorro o el agua.

Yo también he dado mal a Antonio Beired, con nuestras innumerables huelgas de montañeros y preguntando mil veces a dónde íbamos. Sí, al momento se me olvidaba, y para que contar los “¿Cuánto falta?” a los que la respuesta siempre era 15 minutos. Entonces, mirabas el monte, sabias que tenías que llegar al collado de detrás de aquella falsa cima y pensabas, que bien que llegaremos en solo 15 minutos. Pero no, a los 15 minutos seguían quedando 15 minutos…

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Yo también llegaba a una cima y le preguntaba mil veces a Fer que era cada pico que se veía alrededor, trataba de aprendérmelos, pero se me olvidaban la mayoría. Y es que los últimos pasos antes de llegar al punto más alto de una montaña, cuando por fin levantas la cabeza dejas de mirar al suelo,  cuando ya ves la cruz o el mojón, ese momento es justo en el que te das cuenta de que has conseguido tu objetivo y si no hay niebla (que normalmente la hay) puedes apreciar la belleza de paisajes increíbles que no están al alcance de cualquiera. Cada vez me gustaba más la idea de conocer el paisaje que me rodeaba: valles, ibones, cimas, mirar mapas se convirtió en algo que conseguía entretenerme, y marcarme metas posteriores. A pesar de que nunca he sido de coleccionar picos ¿A quién no le hace ilusión llegar a la cima? Sin embargo, no siempre se alcanzan. Yo también me he tenido que dar la vuelta una gran parte de las veces a 20 metros de la cima por que las condiciones no eran las adecuadas. Al principio la frustración y la decepción se apoderaban de mí, no lograba entender que la montaña es peligrosa y tienes que andar con cautela. Finalmente  comprendí que más vale prevenir que curar. Que el pico lleva allí unos cuantos millones de años, si hoy no logro alcanzar la cima, ya lo hare mañana.

Yo también he sobrevivido lluvias y tormentas en el monte no una, ni dos veces sino una gran parte de las excursiones y no me ha quedado más remedio que aprender que la lluvia solo es agua, no es ácido sulfúrico. A sí que chubasquero en mano, funda de la mochila, y cara pá arriba que el collado está a tiro de piedra.

A mí también me daba miedo Óscar, hasta el momento en el que paso a ser mi monitor. Al alcanzar la cima de cualquier monte, siempre me han pasado la estampita de San Urbez, por las rodillas y la cabeza (y lo siguen haciendo) para que el patrón de los montañeros nos proteja en cada bajada.

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Yo también me cansaba, y había momentos en los que juraba que no volvería a la montaña nunca más. Y aquí estamos año tras año, primavera tras otoño, otoño tras primavera y entre medio el campamento. Esa época del año en la que el mundo exterior carece de importancia, en la que solo querías coronar cuantos más tresmiles mejor. Yo también contaba los tresmiles que había subido y luego presumía de ello en el colegio. Ahora ya se me han acabado los dedos para hacerlo. Yo también he cantado todo el repertorio Laurentino a manos de Adriana, me han reñido, he sufrido las excursiones circulares, he almorzado a tresmil más de una vez, me he bañado en todos los ibones que pillaban de camino, me he caído a ríos al intentar cruzarlos, he perdido mil veces las olimpiadas y todos los juegos que hemos hecho, he llevado ampollas 10 días en los pies, se me ha olvidado ponerme crema y me he quemado muchas veces, me he quedado dormida escuchando las leyendas, me he ensuciado, caído, mojado, cansado… pero sobre todo me lo he pasado en grande. Mis recuerdos más inmemorables han ocurrido en la montaña, así como mis mejores amigos.

Poco a poco he aprendido a sacar lo mejor de cada día. Cada excursión es una nueva aventura. Al final el sueño, el cansancio, las ampollas, la lluvia, el primer repecho, la tercera falsa cima o las ganas de llegar al refugio son eclipsadas por las risas con los amigos. En estas excursiones  aprender a andar, a tener cuidado, a ser cautos y a tratar a la montaña con respeto priman por su importancia. Pero no son lo único que aprendemos: el compañerismo, el espíritu de equipo, el mérito del esfuerzo, el conocer tus límites, el valor de alcanzar tus objetivos y ver que poco a poco estos se van cumpliendo…. Eso es lo que te mantiene enganchado cual droga, te hace darte cuenta de la progresión durante los años. Además, no solo se anda con los pies, sino también con la cabeza, ya que es la única que sabe que después de un paso, viene otro en momentos de mucho cansancio. Conseguir tener la mente fría en situaciones delicadas solo se consigue progresivamente. Lo más importante es que todo lo que he aprendido en la montaña, lo he podido aplicar en muchos otros campos de la vida. Espero seguir mejorando cada día más.

Yo también he sido cursillista de Peña Guara.

6 de la mañana. Amanece un nuevo día. Mi mano no había alcanzado todavía a apagar el despertador cuando esa voz interna que todos tenemos repetía una y otra vez en mi cabeza que era muy pronto, que estaba muy oscuro y hacia mucho frio como para salir de la cama. Otras chillaban que pulsase el botón de repetir alarma y me volviese a dormir. Pero no les he preguntado su opinión

Es curioso que los domingos a estas horas no me importa madrugar porque se, que me voy a Peña Guara.